Esa lengua que se llevaron las golondrinas (1)
Era capaz de ejecutar
el re bemol en Lucia di Lammermoor, e incluso el do sostenido que
exigía Il trovatore; triunfaba en alemán con Lohengrin de Wagner, o en italiano con L’elisir
d’amore de Donizetti.
Por si fuera poco, Julián
Gayarre era capaz de contarle todo aquello a su tía Juana, y mucho más, en unas cartas
que escribía en roncalés. Sepan ustedes que el tenor navarro pensaba en una
variante arcaica y ya extinta del euskera.
Dejen de leer si buscan algo que no se haya contado
sobre su prodigiosa voz; en realidad se ha hablado siempre de oídas, porque no
existe grabación alguna. La fatalidad quiso que Gayarre muriera prematuramente
en 1890, justo antes de que se popularizaran las primeras grabaciones de voz en
fonógrafo. Merece la pena visitar su casa solariega en la localidad pirenaica
de Roncal (Erronkari en euskera). Los horarios son algo erráticos y entre
semana cierra, pero se puede dar con Marta Zazu, la encargada,
en el restaurante familiar que regenta a la entrada de este pueblo de casi doscientos
habitantes. Si no, pregunten por el laberinto de calles de piedra que lleva
hasta la casa de Gayarre. Allí, entre una mesa de billar, un carruaje, su
laringe conservada en formol (han leído bien) y sus muchísimos premios y
obsequios recibidos a lo largo de una brillante carrera, están las cartas que
el tenor enviaba a su tía Juana. Pueden pasar desapercibidas entre tanto kitsch decimonónico,
pero su valor ha resultado incalculable para saber cómo respiraba una lengua
vasca cuya última hablante murió en 1991. Se llamaba Fidela Bernat.
Antes de meternos en harina, y por si se han
quedado noqueados con lo de esa laringe mostrándose impúdica a los visitantes, hay que decir que todavía quedan roncaleses que achacan los prodigios de Gayarre a que este tuviera dos órganos fónicos: uno masculino y otro femenino. El jarro de agua fría para los amantes de tan fantástica teoría llegó en 2010, cuando un estudio del Hospital de Navarra concluyó que el secreto de su voz se debía a una malformación congénita. Por lo visto, estamos ante una laringe «asimétrica», y que presenta unas cuerdas vocales más largas de lo normal.
Necesitamos un segundo inciso para recordar que
Gayarre comenzó a ganarse la vida como pastor de ovejas a los trece años hasta
que, dos años más tarde, su padre decide mandarlo a Pamplona, donde trabajará
como dependiente en una mercería. A mediados del xix, la capital navarra
era el centro del mundo para un roncalés, y este en concreto comienza su
carrera musical en el Orfeón Pamplonés. Aquella será la plataforma desde la que
encadenará las becas y los premios que le llevaron a consagrarse como Primer
Tenor del Mundo en La Scala de Milán en 1876.
Nos
gusta imaginar que, de jovencito, apartaría su rebaño del camino para dejar
paso al carruaje del príncipe Louis Lucien Bonaparte durante alguna de las cinco visitas que el
sobrino de Napoleón hizo a
tierras vascas. Completamente ajeno al boato cortesano que le otorgaba su cuna,
el bueno de Louis dedicó su vida a algo tan maravilloso como el estudio comparativo
de las lenguas europeas: desde el livonio —del que quedan una veintena de
hablantes a orillas del Báltico— hasta el gallego, pasando, por supuesto, por
el valle del Roncal. Y vaya si lo hizo bien. Su Carte des sept
Provinces Basques, un minucioso mapa dialectal de la lengua vasca
publicado en 1866, ha
sido usado hasta que fuera actualizado por el lingüista Koldo Zuazo en 1998. Los cambios principales estriban en
las ausencias. El roncalés ya no está
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