Roncal es uno de los siete pueblos del
valle homónimo; un pequeño paraíso natural distribuido a lo largo del cauce del
Esca, y cuyas lindes van desde la frontera con Francia, a 1500 m de altitud, hasta Burgi, el primer
pueblo del valle cuando uno accede desde el sur. «Onki Xin», ‘Bienvenidos’, nos
saluda un cartel a la entrada, a pocos metros del imponente puente romano
donde, según la leyenda, los roncaleses cerraron el paso a las huestes
musulmanas. Cierto o no, la cabeza cortada del emir cordobés Abderramán I sobre
el puente de Burgi es el escudo del valle desde tiempo inmemorial.
Si no han conducido nunca por esa única carretera
que atraviesa una estrecha garganta entre acantilados y bosques, imaginen una
especie de Twin Peaks pero con casonas de piedra blasonadas. Se harán una idea.
Y si echan de menos un misterioso asesinato como el de la icónica serie,
siempre pueden desviarse hacia Fago por la carretera que lleva a Ansó, el valle
limítrofe. Es en estos siete pueblos donde se habló la variedad más arcaica de
una lengua a la que, hasta el día de hoy, no se le han encontrado parientes
lingüísticos.
En sus Études
sur les trois dialectes basques des Vallées d‘Aezcoa, de Salazar et de Roncal, el
propio Bonaparte ya había apuntado que los roncaleses hablaban en castellano
entre ellos, pero no las roncalesas.
Pregunten a los que aguantan inviernos como el de
este año en el valle; ellos les contarán que el roncalés, o uskara, murió en las cocinas de sus
abuelas, que se convirtió en una lengua secreta que las mujeres usaban cuando
no querían que les entendieran ni sus hijos ni sus maridos.
Había una explicación. Durante años, cada 7 de
octubre un grupo de roncalesas arrancaba desde Burgi en dirección a Maule, al
otro lado del Pirineo, para trabajar en la fábrica de alpargatas. En el cruce
de Bidankoze se sumaba alguna más, y lo mismo en el de Garde; y
luego, en Roncal y Urzainki. Una vez en Izaba hablamos de una larga caravana que
enfilaba hacia Belagua con destino a la Venta de Arrako, donde muchas pasarían
la primera noche de su vida fuera de casa. Allí se juntaban con las ansotanas y
con las de Fago, que llegaban exhaustas después de una travesía bastante más
dura en la que atravesaban el Paso del Oso. Tras un buen desayuno, ascenderían
con los primeros rayos de sol por la falda de Lakora rumbo la frontera, y no
volverían hasta la primavera. Con razón se las llamaba «golondrinas».
Aquella migración estacional no
significaba que ellos se quedaran en casa: los hombres bajaban con sus rebaños
hasta la Ribera navarra en busca de pastos de invierno, o navegaban en
almadías, aquellas precarias balsas de troncos con las que se enfrentaban a los
embates de ese Esca que se funde «mayenco» con el Ebro, ya entrada la
primavera. Algunos almadieros —así se les llamaba— llegaban hasta Tortosa a
vender su madera, pero eran muchos más los que perdían los pingües beneficios
de aquella aventura a manos de bandidos con los que se cruzaban en el viaje de
vuelta. Lo hacían andando, por supuesto.
Las golondrinas se movían siempre
juntas, y en Maule podían incluso entenderse con los locales en su propia
lengua, más o menos. Ellos, sin embargo, combatían la soledad entre pastores
aragoneses con los que, por supuesto, hablarían en castellano. Podríamos decir
que los hombres del Roncal se dejaron su lengua por el camino.
Eran roncaleses como Gabriel Salvoch,
un pastor de Urzainki —a dos kilómetros al norte de la casa de Gayarre—. Más de
cincuenta años de soledad entre ovejas no le han hecho olvidar que escuchar
hablar roncalés a su abuela le ponía los pelos de punta. «Solo lo hacía para
abroncarme, a menudo antes de zurrarme con una alpargata», recuerda este hombre
de un millón de historias. Como cuando bajó en bicicleta a Roncal a que el
médico le extirpara un brote de carbunco —ántrax— del brazo, y vuelta a casa,
como si aquello no hubiera sido más que un arañazo en un zarzal. Gabriel,
hombre muy leído, por cierto, hace tiempo que dejó atrás la desértica Ribera
para quedarse en el bosque: huele las setas antes incluso de que estas se
atrevan a asomar, y es una fuente de conocimiento única cuando uno pregunta por
el nombre de esa loma o aquella vaguada. No en vano Tomás Urzainki, jurista e
historiador local, ha recurrido a su vecino en más de una ocasión para
temas de toponimia en sus investigaciones.
Sobre Gayarre, Urzainki nos dice que el tenor se
declaraba navarro, vasquista y liberal a partes iguales. Fue precisamente el
final de las guerras carlistas el que dio el pistoletazo de salida hacia el
progresivo declive del roncalés hasta su total extinción. El investigador
explica que, durante la segunda mitad del siglo xix, llegan a Roncal
maestros no vascoparlantes que prohíben y castigan el uso del roncalés en las
escuelas. Eso, unido al tráfico cada vez mayor de gente de fuera del valle
gracias a la construcción de su única carretera —financiada por Gayarre—,
contribuyó a alimentar la idea de que el habla local era poco útil, además de
sinónimo de incultura. Para una lengua no hay enemigo más temible que la
diglosia.
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