Esa lengua que se llevaron las golondrinas (3)
Cuando Bonaparte dibujó su preciso
mapa se estimaba en unos dos mil novecientos el número total de vascófonos en
todo el valle, y puede que fuera aquel su máximo histórico. El entierro
de Mariano
Mendigacha, en julio de 1918, fue también el del último
hablante de roncalés de Bidankoze. Para entonces ya había desaparecido en
Garde y Burgi. «Los ancianos conocen la lengua, pero no la hablan»,
acotaba Pablo Fermín Irigaray sobre los cuatro pueblos
restantes, en un estudio lingüístico realizado en 1935. La cifra de hablantes
de roncalés se había reducido ya a seiscientos, que equivale casi a la
población total del valle a día de hoy. El Pirineo se muere, también en Roncal.
Desde Izaba —a seis kilómetros al norte
de la casa de Gayarre— Bernardo Estornés Lasa se
resistía a quedarse de brazos cruzados. Aprendió la lengua perdida de sus
padres, pero tuvo que huir cuando los falangistas fueron a buscarle a su casa,
en los albores de la Guerra Civil en España. Su obra, prolífica a pesar del
exilio, fue reconocida al ser nombrado académico por Euskaltzaindia —la
Academia de la Lengua Vasca— en 1966. De entre su vastísima producción
rescatamos Erronkari´ko Uskara —un manual del vasco del Roncal
publicado dos años más tarde junto con su hermano, José—.
Por supuesto, se lo dedicaron al príncipe Bonaparte, entre otros. Aquel sería
uno más de entre sus muchos intentos de garantizar la supervivencia del
roncalés, pero era luchar contra molinos de viento. En 1972, la muerte de María
Ezker certifica
la defunción oficial del vasco en Urzainki; dos años más tarde y cuatro
kilómetros más arriba muere Antonia Anaut, la última de Izaba.
Era como si un misterioso virus ascendiera por la carretera llevándose consigo
a los hablantes de una lengua que, según Bonaparte, era la más vieja de Europa.
Pero Estornés no desfallece, y organiza clases de roncalés para los más jóvenes
de Uztarroze, el último pueblo del Roncal; el más septentrional y aislado.
«Era duro», recuerda hoy Julio de Miguel.
«Salir de la escuela y ver a tus amigos ir a bañarse al río mientras tu seguías
encerrado en clase…». Por supuesto, tampoco funcionó.
Ya mencionábamos al principio que Fidela Bernat,
de Uztarroze, fue la última hablante nativa. En YouTube encontrarán
fragmentos de entrevistas que le hicieron en Pamplona, donde pasó
sus últimos años antes de llevarse con ella la lengua de los roncaleses. Fidela
recordaba así sus años de golondrina:
Erribrara xoaitan zia gizona, Erribrara, eta gu
neskatoak, bai, lumiak Frantziara espartiña egitra, baia gero xin zia gerra
kan, eta baratu gintia urte bat edo bi akabartion gerra eta gero xoaitan gintia
baia kontrabandoz xoan gindian behin.
(‘Los hombres se iban, a la Ribera, y nosotras, las
chicas, sí, (…) a Francia, a hacer alpargatas, pero luego llegó la guerra allá,
y paramos uno o dos años hasta acabar la guerra y luego fuimos, pero de
contrabando, una vez’).
En esa misma entrevista dice no entender cómo pudo
aprender la lengua; solamente la escuchó de sus padres, principalmente a su
madre, «y de una tía que siempre hablaba en uskara». Pero hacía más
de veinte años que habían muerto y, desde entonces, no la había hablado con
nadie más. Suponemos que Gayarre compartió ese mismo sentimiento de
incomunicación y soledad en sus años de viajes por toda la geografía; quizá
fuera lo que le impulsaba a escribir a su tía Juana, como cuando la invita a
visitarle en Barcelona, en 1884. Él correrá con los gastos de viaje y
alojamiento. Además, no hace nada de frío, y comerán muy bien.
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