2016 XVII. ESPARTINEN MARTXA

domingo, 1 de julio de 2018

Erronkaribarraren inguruko ausnarketa 2


Esa lengua que se llevaron las golondrinas (2)


 

 Karlos Zurutuza
                    Jot Down-en argitaratuta

Lengua secreta

Roncal es uno de los siete pueblos del valle homónimo; un pequeño paraíso natural distribuido a lo largo del cauce del Esca, y cuyas lindes van desde la frontera con Francia, a 1500 m de altitud, hasta Burgi, el primer pueblo del valle cuando uno accede desde el sur. «Onki Xin», ‘Bienvenidos’, nos saluda un cartel a la entrada, a pocos metros del imponente puente romano donde, según la leyenda, los roncaleses cerraron el paso a las huestes musulmanas. Cierto o no, la cabeza cortada del emir cordobés Abderramán I sobre el puente de Burgi es el escudo del valle desde tiempo inmemorial.
Si no han conducido nunca por esa única carretera que atraviesa una estrecha garganta entre acantilados y bosques, imaginen una especie de Twin Peaks pero con casonas de piedra blasonadas. Se harán una idea. Y si echan de menos un misterioso asesinato como el de la icónica serie, siempre pueden desviarse hacia Fago por la carretera que lleva a Ansó, el valle limítrofe. Es en estos siete pueblos donde se habló la variedad más arcaica de una lengua a la que, hasta el día de hoy, no se le han encontrado parientes lingüísticos.
En sus Études sur les trois dialectes basques des Vallées d‘Aezcoa, de Salazar et de Roncal, el propio Bonaparte ya había apuntado que los roncaleses hablaban en castellano entre ellos, pero no las roncalesas.
Pregunten a los que aguantan inviernos como el de este año en el valle; ellos les contarán que el roncalés, o uskara, murió en las cocinas de sus abuelas, que se convirtió en una lengua secreta que las mujeres usaban cuando no querían que les entendieran ni sus hijos ni sus maridos.
Había una explicación. Durante años, cada 7 de octubre un grupo de roncalesas arrancaba desde Burgi en dirección a Maule, al otro lado del Pirineo, para trabajar en la fábrica de alpargatas. En el cruce de Bidankoze se sumaba alguna más, y lo mismo en el de Garde; y luego, en Roncal y Urzainki. Una vez en Izaba hablamos de una larga caravana que enfilaba hacia Belagua con destino a la Venta de Arrako, donde muchas pasarían la primera noche de su vida fuera de casa. Allí se juntaban con las ansotanas y con las de Fago, que llegaban exhaustas después de una travesía bastante más dura en la que atravesaban el Paso del Oso. Tras un buen desayuno, ascenderían con los primeros rayos de sol por la falda de Lakora rumbo la frontera, y no volverían hasta la primavera. Con razón se las llamaba «golondrinas».
Aquella migración estacional no significaba que ellos se quedaran en casa: los hombres bajaban con sus rebaños hasta la Ribera navarra en busca de pastos de invierno, o navegaban en almadías, aquellas precarias balsas de troncos con las que se enfrentaban a los embates de ese Esca que se funde «mayenco» con el Ebro, ya entrada la primavera. Algunos almadieros —así se les llamaba— llegaban hasta Tortosa a vender su madera, pero eran muchos más los que perdían los pingües beneficios de aquella aventura a manos de bandidos con los que se cruzaban en el viaje de vuelta. Lo hacían andando, por supuesto.
Las golondrinas se movían siempre juntas, y en Maule podían incluso entenderse con los locales en su propia lengua, más o menos. Ellos, sin embargo, combatían la soledad entre pastores aragoneses con los que, por supuesto, hablarían en castellano. Podríamos decir que los hombres del Roncal se dejaron su lengua por el camino.
Eran roncaleses como Gabriel Salvoch, un pastor de Urzainki —a dos kilómetros al norte de la casa de Gayarre—. Más de cincuenta años de soledad entre ovejas no le han hecho olvidar que escuchar hablar roncalés a su abuela le ponía los pelos de punta. «Solo lo hacía para abroncarme, a menudo antes de zurrarme con una alpargata», recuerda este hombre de un millón de historias. Como cuando bajó en bicicleta a Roncal a que el médico le extirpara un brote de carbunco —ántrax— del brazo, y vuelta a casa, como si aquello no hubiera sido más que un arañazo en un zarzal. Gabriel, hombre muy leído, por cierto, hace tiempo que dejó atrás la desértica Ribera para quedarse en el bosque: huele las setas antes incluso de que estas se atrevan a asomar, y es una fuente de conocimiento única cuando uno pregunta por el nombre de esa loma o aquella vaguada. No en vano Tomás Urzainki, jurista e historiador local, ha recurrido a su vecino en más de una ocasión para temas de toponimia en sus investigaciones.
Sobre Gayarre, Urzainki nos dice que el tenor se declaraba navarro, vasquista y liberal a partes iguales. Fue precisamente el final de las guerras carlistas el que dio el pistoletazo de salida hacia el progresivo declive del roncalés hasta su total extinción. El investigador explica que, durante la segunda mitad del siglo xix, llegan a Roncal maestros no vascoparlantes que prohíben y castigan el uso del roncalés en las escuelas. Eso, unido al tráfico cada vez mayor de gente de fuera del valle gracias a la construcción de su única carretera —financiada por Gayarre—, contribuyó a alimentar la idea de que el habla local era poco útil, además de sinónimo de incultura. Para una lengua no hay enemigo más temible que la diglosia.

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